Cocinando a la gallina de los huevos de oro

February 22, 2008 – 10:47 am

Hoy por la mañana veía en Canal N una entrevista a la chef de un restaurante de comida arequipeña aquí en Lima, que hablaba de la gastronomía peruana y de cómo debería ser promocionada ante el foro del APEC que se desarrolla este año en Lima. Ella decía que los restaurantes deberían certificarse para recibir turistas, para que los visitantes pudieran saber al entrar que los insumos eran de calidad, los procesos eran higiénicos, y entre otras cosas, “que la comida no pique”.

“Pero el rocoto, por ejemplo, pica”, le replica su entrevistadora. “No, pero si uno utiliza ciertas técnicas, puede hacer que el rocoto y el ají no piquen”, responde la entrevistada.

Detengámonos aquí por un momento y preguntémonos: ¿acaso esta mujer está completamente loca? Quizás eso sea un poco fuerte, pues no parecía estarlo. Pero ciertamente sí bastante confundida. Pues es pertinente recordarle que, si el rocoto y el ají no pican, simplemente no son rocoto y ají, cuya principal característica es el hecho de picar. Es su esencia, aquello que los hace ser lo que son, si queremos ponernos aristotélicamente metafísicos. Pero como no queremos, simplemente podemos decir que “ése es todo el chiste”.

El APEC ha servido como la excusa y el catalizador perfecto para la absoluta plastificación y el asesinato de todo lo poco que pudiéramos llamar propiamente peruano. No necesariamente la causa, pero sí el pretexto. El salto conceptual que esta mujer hacía al hablar de quitarle el picante al rocoto para los turistas es abismal, pero no se detenía a caer en cuenta de ello. De lo que estaba hablando, si nos ponemos a pensarlo, es que debemos deshacernos de todo aquello propiamente nuestro que, para los demás, no sea “tan chévere”. Debemos adaptar nuestra cocina a su paladar para que no se sientan incomodados. Debemos uniformizar nuestros productos y nuestra cultura para que no se sientan ofendidos, invadidos, perturbados.

El problema es que esto es dispararse a uno mismo en el pie. Porque en la medida que descomponemos la experiencia de “lo peruano” para que esté más cerca a lo que busca el turista, la experiencia pierde por completo su valor. No veo cómo un turista vendría al Perú a comer una comida desabrida y poco condimentada, pero que se parece mucho al plástico que le venden en su McDonald’s de la esquina. Entonces, conforme más adaptamos la experiencia a ser una experiencia global, menos valor tiene por sí misma y menos interesante es el mercado del turismo en el Perú. Es paradójico, sí, pero lamentablemente así se nos da la realidad.

Hace unos días leí en el blog de Eduardo Villarán unos comentarios en torno a las nuevas leyes de turismo que está promoviendo el gobierno peruano. Y sus ideas me resonaron, también, de manera muy cercana a esto que vengo diciendo. Las nuevas leyes favorecen que en el área circundante a los monumentos de patrimonio nacional se habilite infraestructura de primer nivel para recibir a turistas nacionales y extranjeros. Claro, quién podría oponerse a eso. Pero si miramos con más detenimiento, inevitablemente concluiremos que aquí hay gato encerrado. ¿Cuántos turistas nacionales pueden pagar los servicios de primer nivel que se ofrecen al turista extranjero? ¿Cuántos peruanos han viajado en el tren Hiram Bingham a Machu Pichu, una de las mejores experiencias del mundo a 500 dólares el tramo?

Hay dos problemas de fondo aquí, me parece, y uno me preocupa quizás más que el otro porque tiene raíces más profundas. El primero es que lo que esto hace es elitizar el disfrute de lo peruano, de nuestros elementos culturales supuestamente más arraigados, y elimina la posibilidad de que una gran mayoría de personas disfrute de la experiencia. Unos pocos, y casi exclusivamente extranjeros, tendrán oportunidad de realmente tener experiencias memorables con el turismo en el Perú, y a los demás se nos permite mirar desde el otro lado de la reja. El otro problema, que me preocupa más, es el hecho de que esto genera un patrón de homogenización de nuestro pocos elementos culturales sobrevivientes. Por su naturaleza, la expansión del capitalismo homogeniza todo lo que va encontrando a su paso: y así uno puede tener la misma experiencia de la hamburguesa de plástico del McDonald’s en Lima, en una plaza en San Petersburgo o en cualquiera de los pueblos perdidos del norte de Alabama y es básicamente lo mismo.

El problema y la paradoja está en que si dejamos que el mismo proceso homogenice nuestra propia cultura, es decir, si dejamos que una aberración como el rocoto que no pica for touristas se convierta en la norma y no en la excepción de unos pocos cocineros en alucinógenos, el resultado no tendrá ningún valor particular. Ni para nosotros, ni para ellos. La paradoja del turismo es que surge a partir de la contemplación exótica de lo diferente, pero por su misma acción termina uniformizando lo diferente y convirtiéndolo en lo parecido, porque sólo así pueden traerse las masas que gastan más y más dinero. Pueden tildarme de abrazaárboles, de loco tradicionalista, y es más, seguro muchos me dirían perro del hortelano y demás lugares comunes que usa el gobierno para descalificar a los que no están de acuerdo. Pero lo único que estoy diciendo es que estamos convirtiendo a la gallina de los huevos de oro en un pollo aburrido e insípido frito con la misma receta y el mismo colesterol que le gustaba al coronel Sanders.

¿Y para qué voy a pagar tanto e irme tan lejos para hacer lo mismo que puedo hacer a la vuelta de mi casa?

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